Un grito ahogado ante la conciencia de Europa

Cordero de Alá es una novela que próximamente Ediciones Carena, de Barcelona, ofrecerá en su catálogo de novedades poco antes del 23 de Abril, Diada de Sant Jordi. Es un texto que he escrito en colaboración con Hosni Chakir, ciudadano español de origen marroquí, el cual ha trabajado durante 20 años con el Departament de Benestar Social de la Generalitat de Catalunya. Actor, director y guionista, Hosni ha dirigido dos cortos cinematográficos: El pescador y Eva. La narración que ambos autores hemos creado da cuenta de la peripecia de un periodista en ciudades tan distantes como  Bagdad y Barcelona. Mikel Izarra, nombre de nuestro personaje, es, en efecto, un reportero que cubre el conflicto que está desollando, desde hace ya demasiados años, la piel de naciones como Iraq y Siria, pero que, peligrosamente, se extiende por toda la geografía de Oriente Medio. Es, sobre todo, una incursión en el mundo tenebroso de la Yihad que grupos como Estado Islámico despliegan tanto en la zona como en Europa.

No desvelaremos, por ahora, ni elementos de la trama ni , por supuesto, su desenlace. Pero sí queremos compartir desde este momento la posición que con relación al problema de los refugiados ha elaborado nuestro héroe, Mikel Izarra, como colofón de su experiencia al final de su relato.

El problema, actual y candente, exige una reflexión y una respuesta que ya no puede esperar indefinidamente. Os invitamos, pues, a leer esta parte de nuestro texto y a mostrar nuestra solidaridad para quienes sólo aguardan —porque nada más pueden esperar— un gesto fraterno de humanidad compartida.

Por los caminos, en rebaño hambriento,
los niños avanzaban.
Se les iban uniendo muchos otros
al cruzar las aldeas bombardeadas.

Bertolt Brecht (La cruzada de los niños)

Refugiados que cruzan el mar

Huyendo de la guerra, atraviesan el mar en busca de refugio.

LLEGAN, ANGUSTIOSOS Y AGOTADOS, a bordo de todo aquello que pueda flotar. Heridos en lo más profundo de su alma, sin más horizonte que aquel que Europa les pueda o quiera ofrecer. Vienen de territorios arrasados, devastados por una destrucción que no precisa de ingenios nucleares para resultar masiva. Lo han perdido todo; sólo la esperanza les sostiene. El anhelo de emprender una nueva vida, donde la dignidad no sea moneda de cambio y sí valor de uso cotidiano.

La vergüenza nos golpea cada mañana, como un aldabonazo, en esta orilla del mar Mediterráneo; un mar cubierto de sangre, turbación y escarnio. Portadas de periódicos, telediarios, emisiones radiofónicas y artículos de opinión no hablan de otra cosa que de esos miles y miles de personas que arriban a nuestras costas y, como fantasmas, deambulan por una Europa que no sabe qué hacer con ellos. Unos, los más generosos, hablan de acogerlos sin reserva ni límite alguno; de otorgarles la carta de refugio que sin duda, y por derecho, merecen. Sobre todo cuando ha sido Europa la que ha participado en guerras e invasiones que ninguna democracia ni bienestar alguno han aportado a la región. Otros, más cautos y avisados, hablan de «agresión pasiva», de «ocupación» de nuestro territorio o de «gran sustitución» que, a la larga, influirá decisiva y negativamente en la evolución de nuestra sociedad. Una sociedad, en general, bien acomodada y satisfecha de sí misma que no habla de «raza» o «etnia», pero que ve en el «otro», en el que llega desnudo y errante, la marca, señal o signo de su propia ruina. Estos últimos no ansían otra cosa que ponerle puertas al campo, es decir, prohibir primero la llegada de más refugiados para, después, expulsar a todo aquel que no reúna los «requisitos» adecuados. Hablan y hablan de infiltración, de enemigos agazapados, de comandos ocultos que, al amparo de la enorme oleada migratoria, persiguen la islamización de nuestro continente. Jefes de Estado, príncipes de la Iglesia, líderes políticos bien instalados en el organigrama del sistema, sin rubor alguno al pronunciarlo, nos hablan claramente de expulsión y rechazo.

Tamaña empresa no son capaces de emprenderla por sí mismos, y, asustados ante la dimensión del problema —trance del que no aciertan a salir en consonancia con cuanto dicen defender y construir—, subrogan en otras naciones la tarea de reprimir con burda violencia la marcha de mujeres, ancianos y niños que ya no tienen dónde ir. Tampoco saben qué destino ofrecer a esos miles de hombres que podrían luchar por la libertad de su país, por otro sistema que no sea el de la fatal corrupción que les impide fomentar un modo de vida decente.

Es en este contexto de aprensión y cobardía generalizadas ante lo que se vive más como una amenaza que como una oportunidad histórica, que ciertos medios periodísticos afines al mío, así como determinados colegas, solicitan mi presencia para tratar del asunto en ese encuentro que tiene lugar en una villa de Tívoli.

En efecto, bajo el título de ¿Dónde está Europa?, un nutrido grupo de periodistas y escritores, intelectuales y observadores, trata de indagar posibles salidas a la humillante situación que vive nuestro continente. Entiendo la pregunta como la tentativa de saber en qué punto se encuentra la construcción del proyecto europeo tras los ataques sufridos en las principales capitales de nuestro territorio: Madrid, Londres, París… Qué hacer ante la continua actividad del terrorismo de signo islamista, cómo tratar las guerras de Siria e Iraq —conflictos que amenazan la estabilidad de nuestras fronteras— y, en último término, aunque  no por ello menos importante, intentar comprender, dentro de ese marco, la significación histórica de la profunda recesión que nos afecta en todos los órdenes de la vida.

Demasiadas cuestiones para que un foro de las características del que hoy nos ocupa pueda acertar, si no a resolverlas —semejante pretensión sería ridícula—, sí al menos a plantear el contexto dentro del cual podría apuntarse una posible solución.

Mis compromisos de índole privada me impiden asistir y participar personalmente en este encuentro. No lo lamento, lo confieso. Y no lo lamento porque no creo que sirva para gran cosa, la verdad. Sin embargo, la insistencia de algunos medios de comunicación —empezando por el mío, La Jornada— en que tome la palabra y manifieste mi opinión acerca de este asunto, ha hecho que sea por persona interpuesta —agradezco a mi querido colega nicaragüense, Anastasio (Tacho) Giménez, su buena disposición para ello— que al final me haya decidido a intervenir tras no pocas dudas y vacilaciones.

He de comenzar diciendo que nada de cuanto nos ocurre tendría lugar si la guerra de Iraq no se hubiera abatido como la terrible maldición que es para los habitantes de esa zona de Oriente Medio. He ahí la causa principal de que el frágil equilibrio entre naciones que comparten un vasto territorio haya saltado por los aires. A partir del momento en que se inventaron pruebas —pruebas que, en verdad, nunca han existido— para intervenir militarmente, la región ha sido pasto de toda clase de asechanzas. Es ya un lugar común señalar que unos países y otros han experimentado los efectos que la vieja «teoría del dominó» tan en boga durante los años de la guerra fría puso en marcha con motivo de ese movimiento que ha dado en llamarse «Primavera Árabe». Naciones como Túnez, Libia o Egipto se han visto sacudidas por un seísmo de amplias consecuencias en las capas más profundas de su sedimentación social, y, políticamente, son países que no aciertan a formular una salida clara ante una situación particularmente compleja. Es en este marco donde la guerra que ha lugar en Siria, puede, según mi opinión, explicarse adecuadamente.

El pueblo sirio, hábilmente movilizado, se echó a la calle para pedir algo con lo que todo el mundo está de acuerdo: justicia, democracia, dignidad. Yo mismo, y a título personal, me solidaricé con esa ola de protestas participando en sendas manifestaciones de apoyo que, en su momento, tuvieron lugar en Barcelona. Pero ese clima general de legítima vindicación se torció por la participación de fuerzas que, desde el exterior, ansiaban otra cosa muy distinta. A la vista está el resultado de esa intervención «liberadora» de «voluntarios», los cuales pretenden construir un nuevo califato que comprenda, además de todo el orbe musulmán, amplias zonas de Europa.

Así es como nació esa hidra de siete cabezas llamada Daesh o Estado Islámico. Animados por sus hazañas y victorias parciales en territorios de Siria e Iraq, los militantes islamistas han ido extendiendo por todo el mundo una red subterránea que si algo ha demostrado ha sido capacidad y eficacia para asestar sus golpes mortales allí donde los han descargado. La guerra, pues, no ha hecho más que empezar ante un enemigo bien organizado y dirigido por una multinacional del crimen terrorista. Y ésta, más si cabe que cualquier otra, es una guerra salvaje, particularmente cruenta y de consecuencias que no podemos, siquiera, imaginar. Ante este panorama, nada halagüeño por cierto, ¿qué puede hacer Europa?

No pretendo erigirme en portavoz de nada ni de nadie. La mía, obviamente, es la opinión solicitada de un profesional independiente. No es, por supuesto, el dictamen de un «experto». Sólo en el ámbito que me resulta familiar, el del periodismo, puedo emitir —tomando como base mi propia experiencia del conflicto— mi parecer acerca del problema que nos afecta. Precisamente porque nos afecta a todos.

En este sentido, me permito afirmar que Europa yerra por completo al dictar la masiva expulsión de inmigrantes y refugiados. Su opción debe ser la de mantener una posición distinta y propia ante el escenario de guerra global que vivimos. Ni EE.UU. ni Rusia —menos aún cualquier otra potencia con veleidades de dominio a escala mundial— pueden resolver este contencioso. Europa, en cambio, que día a día comprueba cómo sus fronteras se ven amenazadas, puede y debe intervenir. Y son las principales cancillerías de nuestro territorio las que deben decir qué hacer y cómo hacerlo.

Como las medidas a tomar no estarán dispuestas más que en última instancia —sólo una tragedia de dimensiones apocalípticas podría decidir la balanza— me permito sugerir alguna que otra iniciativa antes de que sea demasiado tarde para todos.

Seré breve. Europa puede y debe acoger a todos aquellos fugitivos que, huyendo de la guerra, busquen refugio dentro de nuestras fronteras. Pero ese derecho ha de tener una contrapartida que lo compense. Si bien ancianos, mujeres y niños deben ser acogidos sin restricciones… hombres comprendidos entre los 18 y 55 años habrán de integrar un cuerpo expedicionario que, al mando de jefes y oficiales europeos, conquiste para la democracia, la libertad y la solidaridad interregional —valores en consonancia con los fundamentos europeos— los territorios en poder del terrorismo internacional. Sólo desde una posición de fuerza, Europa podrá negociar bases estables y fronteras seguras para todo el territorio del continente.

Estoy seguro de que esta posición a muchos les parecerá irrealizable por utópica. Sólo puedo decirles, a todos ellos, que la utopía de hoy puede ser la realidad de mañana. Nada más.

Ésta u otra fórmula parecida puede ser adoptada por la Unión Europea. El tiempo corre deprisa y no precisamente a nuestro favor. Cruzarse de brazos, esperar que otros sean quienes decidan la cuestión, es una política suicida que dará alas a la barbarie que cierne ya su siniestra sombra sobre nuestras cabezas. Nuestra civilización y cultura, milenarias en ambas orillas del Mediterráneo, corren el riesgo de desaparecer si no actuamos a tiempo. No ahoguemos el grito que, mudo, estalla ante la esfinge de nuestra conciencia.

Nada más puedo desear, queridos colegas. Quizá, únicamente, que el resto de intervenciones y ponencias resulten más útiles y provechosas que la mía.

Mikel Izarra, periodista. Roma, Octubre de 2015.

Fragmento procedente de Cordero de Alá, novela. Ediciones Carena, Barcelona, 2017.

©Hosni Chakir, José Enrique Martínez Lapuente

©Todos los derechos reservados

Barcelona, Febrero 2017.

 

 

Un pensamiento sobre “Un grito ahogado ante la conciencia de Europa”

  1. Estamos inmersos en un problema que nos afecta a todos. Los refugiados huyen en busca de asilo en Europa. Europa se debate entre la acogida y el miedo a las consecuencias de acoger e integrar etnias distintas… democratizar el Islam…? Difícil solución. Yo creo que no la hay, a no ser que nazca un nuevo orden mundial. Por encima de las costumbres, valores o religiones está el respeto a la vida. Solo el respeto por la vida puede perjudicar a los tiranos.

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