Para Andrée Santoni, por los días compartidos en Córcega
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Étienne de Montety ha dicho de François Cheng que éste posee «la elocuencia de un sabio» y «el método de un moderno Sócrates». No seré yo quien le enmiende la plana al famoso crítico de Le Figaro littéraire, pues, en efecto, la obra de este escritor nacido en China, en la provincia de Shandong, y miembro de la Academia francesa, posee las notas esenciales que aúnan el rigor discursivo con la belleza propia de la persuasión más inteligente. Poeta, calígrafo, traductor al chino de la obra de Baudelaire, Rimbaud, René Char —entre otros grandes de la literatura francesa—, François Cheng es autor, asimismo, de notables ensayos acerca de la poesía y arte chinos. Su obra, ampliamente reconocida, ha merecido, entre otros, los prestigiosos premios Femina y André Malraux.
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En este libro, cuya edición original en francés ha publicado Albin Michel, Jean Mouttapa nos advierte en el prólogo de la misma que… «face au règne quasi général du cynisme, l’esthétique ne peut atteindre le fond d’elle-même qu’en se laissant subvertir par l’éthique». Advertencia muy apropiada, porque en un mundo cautivo en gran medida de la miseria, la indiferencia o el olvido, la violencia más extrema, y víctima todavía de catástrofes sin cuento, la ética reclama el lugar que le corresponde en el corazón de la belleza. Nulla estetica sine etica, que acuñara en frase célebre José María Valverde al abandonar su cátedra en solidaridad con los colegas expulsados de la horrenda (entonces, y ahora también) Universidad española: Enrique Tierno Galván, José Luis López Aranguren y Agustín García Calvo.
No están, pues, los tiempos, para calentar bollos en el horno de la complacencia narcisista. Antes bien, y precisamente por la perturbadora existencia del Mal, la ética guarda, respecto de la belleza, la misma relación que observa la luz frente a la oscuridad: alumbrar —dando nombre a los objetos del mundo— la verdad inherente a la belleza. Así nos lo recuerda el autor cuando, en el transcurso de su primera meditación, escribe que «le mal et la beauté constituent les deux extrémités de l’univers vivant, c’est-à-dire du réel». Lo real, pues, no puede desligarse de esos dos polos que lo constituyen y articulan.
Tampoco la verdad de la belleza. Verdad entendida como impulso vital que anima la belleza procedente del Ser, de su interior más profundo, hacia la plenitud de su presencia en el devenir del tiempo. Bien supremo que no podrá servir de instrumento (aun cuando tantas veces sirva para ello) de dominación, sometimiento o engaño. En este sentido, François Cheng afirma sin lugar a dudas que se trata de un estado de comunión y amor que tiende, en el decurso de nuestra existencia, hacia una vida más elevada (espiritualmente) y abierta, es decir, receptiva. De acuerdo con este discurso, el lugar del hombre con relación a la belleza no sería otro que el de ser la conciencia viva y el corazón palpitante de la materia: universo que se piensa en nosotros al mismo tiempo que lo pensamos: mirada, palabra viviente, interlocución activa. Más que de una evolución física o fisiológica, en los seres humanos, en el paisaje de nuestro entorno, la belleza, antes que cualquier otra cosa, es una conquista del espíritu que se revela a través de la conciencia de sí misma y en el arrebato que desemboca en amor que enriquece nuestra concepción de ese impulso.

«La rose est sans pourquoi, fleurit parce qu’elle fleurit;
Sans souci d’elle-même, ni désir d’être vue.»
Angelus Silesius
(Le Pèlerin chérubinique)
Harmonías, resonancias, transfiguraciones… integran la sinfonía de la belleza, la cual trata de conectar nuestro interior con el esplendor del cosmos. Esta idea, tan cara a San Agustín, recorre buena parte del texto establecido por François Cheng, para quien el alma es, también, un paisaje. «Votre âme est un paysage choisi…», nos recuerda el autor de Cinq méditations con palabras de Verlaine. Porque, cuando el milagro se produce, cuando tiene lugar ese encuentro con la belleza, cuando la mirada es capaz de descubrirla entre la indiferencia sórdida de una vida insignificante o anodina, la distancia entre interior y exterior queda, en cierta forma, abolida. Sujeto y objeto se reconocen, se nombran, y proyectan, como un haz de luz en la tiniebla, el instante fugitivo en el misterio del universo que nos rodea.
Para el autor de este libro imprescindible la encarnación de la belleza nunca se da alrededor de una figura aislada. Es, por el contrario, la transfiguración producida por el encuentro de una luz interior y otra, cuya fuente es externa y que siempre ha estado ahí, a la espera de ser rescatada de la oscuridad que la rodea. Pero transfiguración concebida como aquello que se transforma en el alma humana, y, asimismo, como transparencia en el espacio vital existente entre la finitud y el infinito, entre lo visible y lo invisible.
Consciente de la polémica que suscita el concepto de alma, François Cheng ofrece una definición propuesta por Jacques de Bourbon Busset que, tal vez, satisfaga las exigencias más quisquillosas: partiendo de una imagen musical, el alma sería algo así como el «bajo continuo» de cada ser, un ritmo íntimo y secreto que, desde el corazón, cada cual traemos al mundo desde nuestro nacimiento. Con la precisión siguiente: el alma quedaría en un nivel mucho más profundo que el de la propia conciencia.
Para poner fin en algún punto a los muchos temas tratados en el presente volumen por este príncipe de las letras francesas, convendría reseñar la importancia que François Cheng otorga a la bondad. Para este escritor belleza y bondad son términos, conceptos, realidades que se complementan. No pueden existir, y no existen, la una sin la otra; hasta el punto de afirmar: «La beauté est la noblesse du bien, le plaisir du bien, la jouissance du bien, le rayonnement même du bien.» En algún momento nos recuerda que, para disfrutar de la belleza, vivirla intensamente y transmitirla, es preciso, como señalara Hölderlin, «habitar poéticamente la tierra».
Sólo desde esa asunción poética, desde la elevación de la conciencia hasta las regiones más ignotas y oscuras del Espíritu (preciso se hace aquí recordar a Juan Larrea), puede el sujeto humano traspasar los límites de su percepción y arrebatarle a la muerte el instante supremo de su propia belleza.
©José Enrique Martínez Lapuente
Barcelona, Septiembre de 2015
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¡Bravo! Me ha resultado muy interesante, incitante y bello.
Jordi