A Marcelino Martínez Lafuente, mi padre,
en el Xº aniversario de su muerte.
Muchos años después, recuerdo todavía su
visión certera de cuanto,
casi sin darnos cuenta, ya sucede.
La imagen, no por repetida, deja de ser cierta: cada año, miles de inmigrantes, desembarcan en nuestras costas con el firme propósito de hallar un lugar bajo el dorado sol de Europa. Las cámaras de televisión, invariablemente, nos muestran variantes distintas de una misma escena en la que los cadáveres, el dolor, la impotencia y el silencio son patrimonio exclusivo de quienes —no hace tantos años de ello—, precisamente por ser los desheredados de la Tierra, estaban llamados a transformar el mundo. En nuestros días ya no les queda ni esa esperanza siquiera. Sólo quieren sobrevivir en los suburbios de las grandes metrópolis o en las afueras de modernos polos de desarrollo agrícola que, como los de El Ejido o El Maresme, los acogen temporalmente para despellejarlos hasta la extenuación de sus fuerzas. Son —perdón por recordarlo— mano de obra barata que se mueve en condiciones infrahumanas.
Los gobiernos, la opinión pública, partidos y sindicatos, foros de encuentro y debates como éste, se hallan muy preocupados. Unos, en nombre de la «tolerancia» —palabra impropia donde las haya— pretenden acogerlos sin reservas en el sagrado nombre de esa figura que es la de la caridad cristiana, revestida para la ocasión con los modernos ropajes de la «solidaridad»; otros, por el contrario, no se andan por las ramas, y exigen, lisa y llanamente, arrojarlos al mar… tras haberlos explotado adecuadamente. Unos y otros se sorprenden por las alarmantes proporciones que está tomando el fenómeno de la «inmigración»; por los problemas sociales, económicos y políticos que su «integración» plantea; y también, cómo no, al hablar del asunto se descubren acuciados en su necesidad de articular un marco de relaciones, una «ley de extranjería» que modere el flujo de recepción y legisle las condiciones de su estancia entre nosotros.
Los telediarios, que para no perder audiencia no cesan de mostrarnos escenas «impactantes», («Dos guardias civiles arrastran el cuerpo de un inmigrante por los brazos, boca abajo; la cara, pegada a la arena, va dejando un surco profundo. Uno, dos, tres metros de estela que da vergüenza mirar.») [1] se cuidan muy mucho de darnos la única imagen que podría realmente conmovernos, agitando hasta lo más íntimo de nuestro pensamiento: su mirada. Esa mirada, que tan hábilmente se nos hurta a cambio de lo obsceno —y que sólo sirve para alimentar nuestros amables remordimientos—, es la que recrea Gianni Amelio en la escena final de su película, Lamerica: la cámara se detiene en esos rostros arrasados de albaneses que parten del puerto de Dürres en busca de puertos más seguros, y en ellos nos vemos a nosotros mismos, en sentimientos tan universales como la tristeza, el rencor, la ira mal contenida, el miedo, la curiosidad, la esperanza, la serenidad, la desesperación… Bellísima metáfora de la condición humana, surcando desde su origen el océano del cosmos, a merced del Tiempo, y preguntándose cómo actúa, cómo es, la vida a la que ha sido entregada.
Esa mirada, pues, es el único elemento que nos invita, en palabras de Julia Kristeva, a «vivir con el otro, con el extranjero, nos enfrenta a la posibilidad o la imposibilidad de ser otro. No se trata simplemente —humanísticamente— de nuestra aptitud para aceptar al otro, sino de la de colocarnos en su lugar, lo que equivale a pensarse y a hacerse otro a sí mismo. El «Yo es otro» (Je est un autre) de Rimbaud no era sólo la confesión del fantasma psicótico que acecha a la poesía. La palabra anunciaba el exilio, la posibilidad o la necesidad de ser extranjero y de vivir en el extranjero, lo que prefiguraba el arte de vivir de la era moderna, el cosmopolitismo de los desollados.» [2]
He aquí una expresión («El cosmopolitismo de los desollados») que, con la globalización que se nos viene encima, tomará una especial relevancia; pues todos aquellos que, careciendo de capitales o de medios de producción propios, y cuya única fuente de sustento la conforme su propia fuerza de trabajo, se verán obligados a venderla en condiciones que supondrán, cuando menos, una merma sustancial de muchos de los derechos conquistados después de la Segunda Guerra Mundial. Y ésta es una situación, completamente nueva, que nos afecta a todos del mismo modo. Todos seremos —ya lo somos, siempre lo hemos sido—, sujetos mercantiles, objeto de oferta y demanda, virtuales defensores del Nuevo Orden Global (NOG)… adiestrados perfectamente para satisfacer los menores caprichos de nuestros amos, y dispuestos a viajar adonde sea preciso para asegurar la tasa de beneficio que se nos asigne. Se nos dirá que todo esto es absolutamente necesario en el Nuevo Orden Global (NOG). Es más, se nos invitará a abandonar nuestros propios orígenes, a olvidarnos de nuestras más elementales señas de identidad, a cambiar de lengua y de referentes culturales… En definitiva, no a ser «otros» sino a ser «ellos».
Es, precisamente, en esta tesitura, donde —reacción defensiva—, surge el rechazo al «otro», al que llega «de fuera» y es diferente, al que posee una «cultura inferior» o «menos desarrollada», y al que se le teme porque puede alterar el delicado equilibrio de nuestras estructuras milenarias, «nuestras raíces», nuestro «derecho de sangre»… En definitiva, se llega hasta el anatema del «otro» porque, en efecto, puede cambiar totalmente nuestras certidumbres, colocarnos ante nosotros mismos, ante nuestra imagen, y comprobar que en ese lugar que creíamos rico, pleno, habitado, tan sólo hay un espejismo, apenas una silueta, un vacío… que nos hace desconocidos, «extranjeros para nosotros mismos». Que, por supuesto, es algo mucho peor que el hecho de que alguien venga a «quitarnos el pan y la sal», como suelen decir, como dicen.
Toda identidad es el resultado de una construcción lenta, elaborada, minuciosa. En la formación de la misma interviene, muy activamente, un mecanismo que todos llevamos dentro y que siempre activamos en caso de necesidad: el fantasma de inclusión/exclusión. Incorporamos, pues, todo aquello que nos resulta familiar, útil, agradable, todo aquello que refuerza nuestra imagen. Rechazamos, claro está, todo lo contrario. Pero a veces —sólo a veces—, nos encontramos ante la inquietante extrañeza de algo que nos resulta familiar, propio y ajeno a un mismo tiempo. Naturalmente, se trata de una sensación huidiza, pasajera… pero que deja en nosotros el amargo regusto de la inquietud creciente, del desasosiego. [3] ¿Es posible que eso que hemos entrevisto tenga algo que ver con nosotros? La pregunta suele cerrarse con una negativa y un cierre, tan hermético como impermeable. Eso es lo que está en el origen de una radical alteridad, de otra cosa que rechazamos y que, por tanto, es excluida, apartada, recluida. La sociedad no puede tolerar, y no tolera, cuanto amenace sus fundamentos, su bien delimitada identidad. Aunque eso sea, más allá de toda ley, el núcleo central de lo humano, su rasgo esencial y permanente. Veámoslo, con más detenimiento, en ese texto capital de la obra de Albert Camus: El extranjero.
Mersault, su protagonista y narrador, es un tipo indiferente a quien todo le resbala. Nada, ni siquiera la muerte de su madre, adquiere en su relato la importancia debida: «Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada.»[4]
Su existencia, anodina y vulgar, se desarrolla entre las calles de Argel, bajo la luz cegadora del sol, cuya presencia, a lo largo de la obra, se hace opresiva, escandalosa, inclemente. Aprovechando las primeras horas de un permiso que obtiene de su patrón, Mersault acude a bañarse al establecimiento de baños del puerto. Allí se encuentra con María Cardona, «antigua dactilógrafa de mi oficina, a la que había deseado en otro tiempo». [5] Ese mismo día, entre ellos, surge una relación. Por la noche deciden ir al cine, a ver una película de Fernandel: «La película era graciosa a ratos y, luego, demasiado tonta, en verdad. Ella apretaba su pierna contra la mía. Yo le acariciaba los senos. Hacia el fin de la función, la besé, pero mal. Al salir vino a mi casa.» [6]
Mas esa relación, para Mersault, nada significa: «María vino a buscarme por la tarde y me preguntó si quería casarme con ella. Dije que me era indiferente y que podríamos hacerlo si lo quería. Entonces quiso saber si la amaba. Contesté como ya había hecho otra vez: que no significaba nada, pero que sin duda no la amaba. «¿Por qué, entonces, casarte conmigo?», dijo. Le expliqué que no tenía ninguna importancia y que si lo deseaba podíamos casarnos.»[7] Tampoco toma en serio la oferta que su patrón le hace de trasladarse a París: «[…] el patrón me hizo llamar, y en el primer momento me sentí molesto porque pensé que iba a decirme que telefoneara menos y trabajara más. […] Tenía la intención de instalar una oficina en París que trataría directamente en esa plaza sus asuntos con las grandes compañías, y quería saber si estaría dispuesto a ir. […] Dije que sí, pero que en el fondo me era indiferente.» [8]
Sin embargo, esta indiferencia se resuelve en un acto violento al que el propio Mersault no concede importancia ninguna. Es, por así decirlo, el apocalipsis de la propia indiferencia, estallando en una llamarada de tal magnitud que desemboca en la muerte de otro:
«[…] el sudor amontonado en las cejas corrió de golpe sobre mis párpados y los recubrió con un velo tibio y espeso. […] No sentía más que los címbalos del sol sobre la frente […] la refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre delante de mí. […] Entonces todo vaciló. El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió […].» [9]
Camus, pues, parece querer decirnos aquello que Julia Kristeva ha interpretado con palabras magistrales: «El otro ahogado en mí me hace extranjero para los demás e indiferente a todo: el neutralismo de Mersault es lo contrario de la «inquietante extranjería», su negativo. Mientras que la inquietante extranjería que siento ante el otro me mata a fuego lento, la indiferencia anestesiada del extranjero, en cambio, estalla en muerte de otro.»
Todos, pues, somos Mersault. Nuestra propia «indiferencia anestesiada» frente a la pantalla del televisor, ante el horror, nos convierte en algo ajeno a nosotros mismos. He ahí una alteridad perfectamente recogida, analizada… y rechazada por la sociedad. (¿Quién está dispuesto a contemplar ese estado como un rasgo distintivo propio y, sin embargo, extraño, externo… producto de un lazo social que nos une a todos en la ignorancia y el desprecio?)
La literatura, en cambio, es un terreno propicio para explorar cuanto ocurre en el centro de esa tragedia.
Camus, que administra sabiamente una tensión narrativa creciente, en la segunda parte de la novela nos muestra el reverso de ese momento culminante, su correlato: Si todos somos Mersault, es decir, unos perfectos indiferentes… nadie, en cambio, quiere asumir su parte de responsabilidad en todo aquello que nos sucede.
En efecto, cuando Mersault es interrogado por el juez instructor acerca de su acto, su respuesta, que no es atendida, es ésta: «[…] dije que más que pena verdadera sentía cierto aburrimiento. Tuve la impresión de que no me comprendía». [10] No es extraño. Para la ley Mersault es un ser abominable, vacío de sentimientos e inhumano; alguien totalmente execrable, y no, como él mismo asegura, «como todo el mundo, absolutamente como todo el mundo». [11]
Todo el mundo, claro está, prefiere ver en Mersault a un monstruo, un ser degradado, alguien que nunca ha conocido moral o buenas costumbres, antes que un hombre común, sin demasiadas ambiciones… e indiferente. Es, exactamente, aquello que nadie quiere escuchar. Porque, de un modo u otro, todo el mundo comprende que la propia indiferencia, el aburrimiento, la lenta neoplasia de la razón común, es cuanto nos destruye interiormente o nos lleva hasta el límite extremo del asesinato: «Como si los caminos familiares trazados en los cielos de verano pudiesen conducir tanto a las cárceles como a los sueños inocentes.» [12]
Mersault, entonces, no será otra cosa que un chivo expiatorio más. La necesaria coartada de una sociedad hipócrita y neutral; una sociedad que sólo mira con el propósito perverso de complacerse en secreto. En realidad, a nadie le importa que Mersault haya disparado contra un árabe. La verdadera importancia recae en aquellos rasgos de su psicología que contradicen los lugares comunes del comportamiento que se espera de él, de todos: Que sea un buen hijo, un buen esposo, un trabajador obediente y entusiasta… un buen ciudadano.
He ahí una lección difícil que pocos quieren aprender.
(Por otra parte, no es ninguna casualidad que los árabes, en el relato de Camus, aparezcan sin nombre. Son «los sin nombre», aquellos a los que hay que domesticar, uncir, adoctrinar, al objeto de que puedan cumplir en las mejores condiciones su cometido. Son, simplemente, masa salarial a la que hay que integrar en un sistema que consagra una doble escala de ciudadanía: la de los nativos y la de los colonos.)
Finalmente, antes de subir al cadalso donde será guillotinado, Mersault es visitado por el capellán de la prisión. Es el último acto de un juicio que ha sido una farsa, una burla cruel, presidida no por el deseo de indagar las verdaderas causas de lo ocurrido, sino por la necesidad de dar carpetazo a un asunto que, en el fondo, es simbolizado como algo molesto, trivial, tedioso. Si Mersault mata por «aburrimiento», la ley que le condena a muerte opera bajo el mismo signo. La maquinaria judicial —prensa y público incluidos— no hace otra cosa que seguir su propia rutina hasta el fin, sin querer saber nada de lo sucedido: «Todo se desarrollaba —nos dice Mersault— sin mi intervención. Mi suerte se decidía sin pedirme la opinión. De vez en cuando sentía deseos de interrumpirles y decir: «Pero, al fin y al cabo, ¿quién es el acusado? Es importante ser el acusado. Y yo tengo algo que decir.»»
Sólo al final, harto de soportar la presencia del capellán —que le exhorta al arrepentimiento—, Mersault hablará con palabras airadas que son una auténtica catarsis: «Entonces, no sé por qué, algo se rompió dentro de mí. Me puse a gritar a voz en cuello y le insulté y le dije que no rogara y que más le valía arder que desaparecer. Le había tomado por el cuello de la sotana. Vaciaba sobre él todo el fondo de mi corazón con impulsos en que se mezclaban el gozo y la cólera. […] ¡Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre! ¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge, desde que un único destino debía de escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos! ¿Comprendía, comprendía, pues? […] También a los otros los condenarían un día. También a él le condenarían. ¿Qué importaba si acusado de una muerte lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre? El perro de Salamano valía tanto como su mujer. La mujercita autómata era tan culpable como la parisiense que se había casado con Masson, o como María, que había deseado casarse conmigo. […] ¿Qué importaba que María diese hoy su boca a un nuevo Mersault? […] Me ahogaba gritando todo esto. Pero ya me quitaban al capellán de entre las manos y los guardianes me amenazaban. Sin embargo, él los calmó y me miró en silencio. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se volvió y desapareció.» [13]
He aquí el núcleo más vivo y dinámico del discurso de Mersault, aquello que constituye su terrible humanidad, esa radical alteridad de la que los demás no quieren ni oír hablar y por la que se le condena a muerte: su rechazo a todo lazo social, a cualquier compromiso con los demás. ¿De qué sirve desear, y luchar por la vida, —nos dice el «extranjero»— si un único destino me saldrá al encuentro y elegirá por mí, por todos? Su repudio de la religión, no es tanto un ataque al sacerdote, a sus pompas y sus obras, cuanto una negación del religare: volver a atar, ceñir más estrechamente, enlazar: «Ira contra las relaciones y los funcionarios de las relaciones. En este sentido, Mersault es un extranjero típico: carece de lazos y blasfema del paroxismo del lazo, que es lo sagrado.» [14]
Finalmente, resumiendo el sentido de su vida, la razón suprema de su existencia, el «extranjero» nos transmite su verdad, esa diferencia, cualitativamente distinta, de la condición humana, y de la que nadie ha querido hablar: «Como si esta tremenda cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio.» [15]
Uno de los focos del mal, la indiferencia, es reconocido por Mersault como algo propio y ajeno al mismo tiempo. Está en él, pero también participa de la esencia del mundo. Nuestro protagonista no ha sabido, o no ha podido, enfrentar el sol de su destino desde otra perspectiva. No ha comprendido el enigma de su soledad, ni su incapacidad para asumirlo: el sol es lo permanente, el astro rey que presidirá el mundo hasta su extinción; la edad, las edades, en cambio, lo contingente, lo que pasa una y otra vez para ser devuelto a su origen. Pero frente a lo permanente, frente a lo contingente, el hombre puede elaborar, producir un discurso autónomo que le libere, siquiera sea parcialmente, de la fatalidad y del azar.
Jean Daniel, que conoció bastante bien a Camus y participa del sentido general de su obra, ha escrito: «El hombre desnudo, privado de sentido y de historia, que mira de frente el sol y la muerte, es un héroe. Lo trágico no es exterior al hombre; está en la mirada sobre la condición humana.» [16] Nadie mejor que él ha podido cifrar la tragedia de Mersault. Éste, y con él nosotros, hemos olvidado esa mirada capaz de reinventar la vida y transformar el mundo: Atrincherados en la sociedad del despilfarro y del consumo, de la depredación constante, del individualismo, hemos olvidado que otros hombres (nosotros mismos, en otro tiempo), «privados de sentido y de historia», tratábamos de hallar a tientas, bajo la deslumbrante claridad del sol, un destino más allá de la miseria, de la desesperación, del olvido.
Hoy, cuando los desheredados llaman a nuestra puerta, al sur del continente europeo, la desmemoria, la indiferencia, cuando no el desprecio, nos impiden ver que todo ello nos hace, como al Mersault de Camus, extranjeros. Que el rechazo —activo o pasivo—, la explotación más descarada o la violencia contra los más débiles no es el mejor camino para encontrarnos a nosotros mismos.
Si bien repentinamente, como los pobres de Kombach, nos hemos convertido en unos nuevos ricos, compartiendo la prosperidad del «Primer Mundo», también padecemos las consecuencias de un desarrollo acelerado: agotamiento psíquico, desorientación, angustia… Tal vez, paradójicamente, se nos esté brindando una nueva oportunidad de dialogar con nosotros mismos a través de esa alteridad que nos llega de fuera, con otra cultura y otras costumbres, otra lengua. Su mirada, como la de los parias del puerto de Dürres, es una invitación a pensar de nuevo un destino que ya no puede ser más que global, abierto para todos y genuinamente colectivo.
En esa tarea, la literatura, el arte, las diversas manifestaciones de nuestra cultura, tienen la responsabilidad de crear un espacio común, un lugar abierto al diálogo y al respeto hacia el otro, los otros, hacia esa radical diferencia que, por ser sólo de uno, ya es de todos.
©JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ LAPUENTE
Barcelona-Terrassa, 14 de Julio de 2000
Conferencia pronunciada en el marco del curso
Síntesi Cultural al Segle XXI
organizado por la Universitat d’Estiu de Terrassa
bajo la coordinación de Elisabeth Carvajal.
Texto publicado en Iniciativa Socialista, Nº 58, Otoño, 2000.
NOTAS
1. La carta, publicada por El País en su edición del día 6 de Junio de 2000, la firma Carmen Mesa Criado, de Madrid, quien, entre otras cosas, dice: «He cambiado de opinión. En este país, no todas las vidas valen lo mismo y el respeto varía con cada muerte. La dignidad no va inherente a las personas. Va con el color de la piel y en el color del dinero. Se protege a la infancia y a la Guardia Civil con rectángulos negros en los ojos. Pero se ofrece en las sobremesas cuerpos sin vida, casi desnudos, de desconocidos sin nombre que van tragando arena aun después de muertos.
»[…] Que no se arrastre a nadie de ese modo. Pero si no es así, si la caridad distingue, que al menos los medios de comunicación les guarden su derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen, y les hagan merecedores del distinguido rectángulo negro o de una gran mancha que emborrone tanta befa.
2. Julia Kristeva, Extranjeros para nosotros mismos, Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1991, pp. 22-23.
3. Con la mordaz ironía con la que siempre se distinguió, José Agustín Goytisolo da cuenta, tal vez sin pretenderlo, de esta situación en un poema que, por divertido, ya resulta inolvidable: «Ella dio su voto a Nixon.»* Dice así:
Se llama Katheleen y es rubia
mide cinco pies nueve pulgadas
bien parecida treinta y cuatro años
estudió en el Colegio Presbiteriano de Akron
y se licenció en Literatura Española
por la New York University.
Allí conoció a Ted se casaron pronto
tienen un niño y una niña
viven en Long Island en una linda casa
el marido es un brillante ingeniero
que corta el césped y practica yoga
y ella trabaja para una editorial.
Ama la libertad pero dentro de un orden
opina que los negros no están aún maduros
asiste a los oficios regularmente
recibe a sus amigas los viernes por la tarde
y los martes almuerza
con su Ted en el Rotary Club.
Hace seis días que llegaron a Europa
pues en París se celebra un Congreso de Acústica
y mientras él ultimaba su ponencia
Katheleen partió hacia el Sur
quedando en encontrarse en Málaga los dos
cuando se terminaran las sesiones.
Hoy ella ha amanecido en un cuarto de hotel
junto a un extraño hombre flaquito
y mientras busca un Alka-Seltzer
piensa que por la tarde llega Ted
y que el psiquiatra de vuelta en New York
ya aclarará todo este asunto.
*Del libro Palabras para Julia y otras canciones, Prólogo de Manuel Vázquez Montalbán, Editorial Laia, Barcelona, 1982, pp. 59-60.
4. Todas las citas proceden de la traducción que Bonifacio del Carril hiciera de la obra de Albert Camus para Emecé Editores, Buenos Aires, 1949; Barcelona, 1989, p. 9.
5. A.C., Op. cit., p. 23.
6. A.C., Op. cit., p. 24.
7. A.C., Op. cit., p. 44.
8. A.C., Op. cit., pp. 43-44.
9. A.C., Op. cit., pp. 59-60.
10. A.C., Op. cit., p. 69.
11. A.C., Op. cit., p. 65.
12. A.C., Op. cit., p. 94.
13. A.C., Op. cit., pp. 116-117.
14. Julia Kristeva, Op. cit., p. 36.
15. A.C., Op. cit., pp. 117-118.
16. Jean Daniel, Avec le temps. Edición española en Seix Barral, Con el tiempo, Barcelona, 2000, t. I, p. 351.