Para Andrée Santoni, porque si bien todo viaje abre en nuestra vida una perspectiva inédita, también, y simultáneamente, nos aporta una clara noción acerca de nosotros mismos: la del límite.
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La vasta obra de Lawrence Durrell, El Quinteto de Aviñón, termina en Saintes-Maries-de-la-Mer para hacer de este enclave marinero —lugar de peregrinación del pueblo gitano y capital de La Camarga— el símbolo exotérico de la renovación de la vida o nueva era, edad que se anuncia como triunfo sobre la ciega fuerza de la entropía. Alrededor de su iglesia, construida entre los siglos XI y XII, se arraciman las viviendas, como si éstas quisieran defenderla creando un círculo de protección, un dédalo fantástico de callejuelas y plazoletas que anudasen al mar la esperanza o el sueño de tantos peregrinos como suelen visitarla cada año. De la devoción a Marie-Jacobé y Marie-Salomé dan fe los numerosos y delicados ex-votos que adornan las paredes del templo, muestras de agradecimiento por los muchos favores recibidos. Al fondo de la iglesia, en la cripta, hallaremos la figura de Sara, la Virgen negra, a la que todos los gitanos llegados de no importa dónde veneran con tanto fervor como entusiasmo arrebatado.
Por el valor simbólico que adquiere el lugar, por sus muchas comodidades y amables tentaciones, iniciamos este viaje al corazón de La Camarga bajo la advocación de esa fuerza, entre telúrica y marina, que emana del lugar, y que Durrell sitúa en los confines de un misterio que no por oculto resulta menos evidente a lo largo de su obra.