Para Andrée Santoni, por un viaje inolvidable. Y, en el recuerdo de otro tiempo, para José María y Francisco de Borja Calzado Fernández, por la aventura vivida durante los años de militancia comunista.
A aquel hombre le pidieron su tiempo
para que lo juntara al tiempo de la Historia.
Heberto Padilla (En tiempos difíciles)

La revolución triunfante, con su «ideal diferente», entra en La Habana. Enero de 1959.
De una u otra forma, todos hemos sido convocados a juntar nuestro tiempo al tiempo de la Historia. Nuestro destino, aun cuando nos rebelemos contra él, está indisolublemente unido al curso de los acontecimientos colectivos que gobiernan nuestra vida. No es posible, aunque para ciertos poetas sea un ideal practicable, vivir en la insularidad de una existencia desligada del instante que nos ha tocado en suerte. Probablemente la humanidad haya conocido momentos más apasionantes que éste, estelares incluso; pero el actual, sin duda, es nuestro tiempo, el que nos ha sido concedido en la Tierra. A él, pues, debemos atenernos para vivirlo con la intensidad que reclama el deseo. Nos lo recuerda Bertolt Brecht con palabra percutiente que zumba en los oídos: «No os dejéis engañar / con que la vida es poco. / Bebedla a grandes tragos / porque no os bastará / cuando hayáis de perderla.»
Las pasiones que ilumina el deseo soportan mal la espera. Nada quieren saber de aplazamientos. Sin embargo, para realizarse, precisan tanto de la narración como del sueño; en definitiva, hay que darles continuidad y encadenamiento, es decir, tiempo.
Esta digresión viene a cuento como reflexión previa al relato de un viaje pendiente. Un viaje que siempre quise hacer y para el que nunca encontré ocasión idónea. Quizá porque las ocasiones «idóneas» sólo se dan en el ámbito de la imaginación, en el circuito íntimo de nuestra fantasía.
Cuba, con su revolución y su música, su carácter rebelde y entusiasta, con la promesa de una nueva sociedad que dejara atrás las terribles injusticias que vivimos bajo la férula de un capitalismo sin mecanismos adecuados de control social, encarnó, tanto para mi generación como para otras más jóvenes que la mía, ese ideal hacia el cual había que acercarse al precio que fuera. Fue algo más que una breve representación onírica. Esa experiencia forjó el carácter de muchos militantes comunistas, empujó a miles de ellos a una lucha desigual y despiadada, y acabó siendo el espejo en el cual contemplarse antes de emprender la larga marcha hacia un futuro que, al parecer, ya estaba escrito.
Pero antes de volcar en el papel algunas pinceladas significativas de mi periplo viajero, de realizar una breve relación de impresiones y pequeños acontecimientos, preciso es recordar, aun a grandes rasgos, el sentido que tuvo para muchos de los que quisimos «asaltar los cielos» el nacimiento y evolución de un ensayo que pretendía «cambiar la vida y transformar el mundo».
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En 1959, Cuba había logrado salir triunfante de una revuelta armada contra la dictadura de Batista. De esa revuelta, luego, surgió una revolución que pretendía construir el socialismo a escasas millas del imperio norteamericano. Integrada como un satélite más en el bloque soviético, la isla vivió momentos de tal tensión que pusieron al mundo al borde de la guerra nuclear. Durante dos largos decenios (1960-1980), la experiencia que tuvo lugar en Cuba fue un referente para todas las vanguardias políticas, así en Iberoamérica como en el resto del mundo. En España, la experiencia cubana inspiró movimientos que pretendían nada menos que hacer de Sierra Morena otra Sierra Maestra. Fantasías. Fantasías que, entre otros, llevaron a Carlos Semprún-Maura y Jordi Dauder[1] a empuñar un viejo winchester a las afueras del Bois de Boulogne para practicar el peligroso juego de la «lucha armada». Menos mal que todo aquello terminó en agua de borrajas, o, mejor aún, entre cubatas, en los veladores de algún bar de la progresía española en París, Madrid, o, incluso, en algún cafetín de La Habana. Y digo «menos mal» porque la malhadada teoría del «foco» llevó a lo mejor de una generación, valiente y esforzada como pocas, a dejarse la vida en «no importa qué ciudades, campos o carreteras» (Alberti). Ese impulso único sólo sirvió para entronizar en el poder a una burocracia cada día más incompetente y opaca, menos socialista y democrática.

Portada de «Las aventuras prodigiosas», de Carlos Semprún-Maura.
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Mas no todo fueron fracasos, engaños o promesas incumplidas. Hubo, sí, por un instante inmenso, el trabajo entusiasta y creador y la esperanza (la furiosa esperanza) que pretendía liberar del atraso, la miseria y el olvido, a capas enteras de población que, sin la práctica desatada por la experiencia de la revolución en marcha, jamás habrían tenido acceso a la educación, la sanidad, el derecho a la vivienda y demás beneficios sociales de un discurso que supo enraizar en la conciencia de las masas. Sin ése u otros ensayos similares desarrollados a lo largo de la Historia, jamás —insisto en ello—, jamás el grueso de la clase obrera y demás clases populares habría osado imaginar siquiera un destino diferente al del trabajo embrutecedor, sin más horizonte que el de su propia reproducción ilimitada. No es el único, pero sí uno de los vestigios más importantes de experimentos sociales que no tuvieron lugar —habrá que recordarlo una vez más— en el clima aséptico y sosegado de un laboratorio, sino en medio de una atmósfera cargada de sabotajes, terrorismo y bloqueo. Es importante reconocerlo, ahora que toda clase de antiguos «héroes» se desdicen de su pasado «revolucionario» cuando, en su tiempo, según feliz expresión, aseguraban «perfumarse con dinamita».
Cuba, desde luego, ha dado mucho de sí. Sobre todo en el campo de la imaginación. Una mayoría deseábamos ver cuanto allí no tenía lugar ni podía desarrollarse por falta de condiciones. Sin embargo, toda clase de sueños e ilusiones han sido proyectados sobre la piel de la isla; quizá con el propósito, nunca confesado, de compensar reveses, frustraciones y fracasos. De ahí, tal vez, nació la pasión por visitar la perla del Caribe, participar como «trabajadores voluntarios» en la zafra de los diez millones, o disfrutar simplemente de sus encantos al calor de la «experiencia revolucionaria» que tenía lugar en todos los estratos de la «nueva sociedad». Una sociedad a la que debíamos ingresar debidamente provistos con un manual de instrucciones. Bien lo aprendió el poeta Heberto Padilla, quien pagó muy cara la ironía destilada en poemas como éste:

Portada de la primera edición en España de «Fuera del Juego». Barcelona, 1968.
«Lo primero: optimista. / Lo segundo: atildado, comedido, obediente. / (Haber pasado todas las pruebas deportivas.) / Y finalmente andar / como lo hace cada miembro: / un paso al frente, y / dos o tres atrás: / pero siempre aplaudiendo.» El poema procede de su libro Fuera del juego, y en año tan emblemático como el de 1968 fue distinguido con el premio Julián del Casal, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Poco duró la fiesta en casa del bardo, pues, detenido e interrogado por la policía, abjuró de sus posiciones en el transcurso de un proceso público que nada tuvo que envidiar a los celebrados en Moscú en 1938.
El «caso Padilla», como así fue conocido internacionalmente, enfrentó a numerosos intelectuales, escritores y artistas europeos con el régimen liderado por Fidel Castro. La libertad de expresión, y también otras libertades y derechos, quedaron en entredicho. El régimen no supo, o no quiso entender, que la «construcción del socialismo» es incompatible con la negación de las más elementales libertades democráticas.

Imagen de Heberto Padilla, probablemente tomada en su domicilio durante el tiempo en que fue reconocido y galardonado como uno de los mejores poetas de Cuba.
Nada fue como antes a partir de ese momento. Se había perdido, definitivamente, la aureola romántica y libertaria de la revolución, y, en lugar de ésas y otras aspiraciones —necesarias para la construcción de un horizonte genuinamente democrático—, una fría e implacable burocracia, lenta pero paulatinamente, fue instalándose en el corazón del Estado. Ni siquiera la campaña librada por Cuba durante la guerra de Angola, que tantas y tan profundas consecuencias desencadenaría sobre el sur del continente africano, pudieron disipar una creciente sensación de incompetencia, ruina o naufragio. Los fusilamientos de Arnaldo Ochoa y Toni de la Guardia, no hicieron sino anunciar cuanto, más tarde, confirmaría el durísimo «período especial». Sólo el turismo ha supuesto, desde entonces, una segura fuente de ingresos para Cuba. El turismo… y las remesas de cuanto cubano trabaja en cualquier parte del universo mundo.
Sin embargo, el régimen cubano siempre se las ha arreglado para presentar cuanta palmaria derrota sufriera como una rutilante victoria. En el campo de la propaganda y la publicidad, los ejecutivos al servicio del Gobierno siempre han instrumentalizado con éxito una obtusa política de bloqueo. EE.UU. nunca comprendió —excepto la administración presidida por Obama— que, además de perjudicar gravemente las condiciones de vida de todos los ciudadanos residentes en la isla, la burocracia del Estado cubano resistiría hasta la consunción con el pretexto de ese inútil y estéril bloqueo.[2]
Mas a contracorriente, y aun en abierta contradicción con los datos que cualquier análisis «objetivo» pudiera suministrar, la experiencia cubana ha seguido, como un imán, atrayendo el interés, cuando no el entusiasmo, de millones de personas en todo el planeta. Sin duda, en nuestro imaginario, la impronta marcada por Cuba ha seguido concitando la esperanza de que la revolución —al menos «esa» revolución— sorteara los imponderables de la realidad y de la Historia. Tal vez ello sea debido a un anhelo de carácter subjetivo, que ha querido ver en la decidida voluntad del pueblo cubano de sobreviv ir a toda costa, el deseo de atravesar los rigores de cualquier circunstancia que atente contra ese propósito de superar todo bloqueo, ya sea el dictado por EE.UU. o el decretado por el inmovilismo cerril de una burocracia inoperante.
¿Cuál puede ser entonces, en esta tesitura, el destino de esa revolución? La pregunta, formulada en el transcurso de un encuentro informal que un grupo de amigos mantuvimos con uno de los históricos dirigentes cubanos, fue planteada en Barcelona hace ya algunos años.
Al parecer no basta con que una respuesta lógica sea evidente. Por acertada que pueda parecer, choca siempre con resistencias que obedecen a oscuros intereses que se sitúan a uno y otro lado de cualquier disputa en litigio. En este caso, tanto para la burocracia que decide los destinos de la isla, como para esa parte del exilio cubano que no ansía sino una revancha sangrienta, la reconciliación o reconocimiento mutuos ya no solamente es posible sino algo que, sencillamente, resulta indeseable. Pero la propuesta sigue ahí, esperando una respuesta positiva por parte de todos. A saber: aquellas conquistas de la revolución, que aun no siendo efectivas plenamente, marcan una tendencia hacia su firme consecución (léase derecho a un trabajo digno, a una educación amplia y rigurosa, a una sanidad que satisfaga íntegramente las necesidades humanas en materia de salud, un sistema de pensiones de carácter general, etcétera) pueden y deben ser declaradas conquistas universales de toda la humanidad, las cuales, a su vez, pueden y deben convivir con un desarrollo continuo de todas las libertades democráticas que Occidente ha desplegado como básicas a lo largo de su historia. Éste es, en su origen, el fundamento del socialismo. Sin esa íntima asociación entre trabajo útil de carácter sostenible y protección social, por una parte, y desarrollo íntegro de todas las libertades que la democracia consagra como tales, por otra, la pretendida «construcción del socialismo» deviene reglamento de cuartel o distopía sangrienta. Sobran ejemplos, ¿verdad?
La unión de contrarios es posible. Posible, asimismo, un diálogo fructífero que acerque posiciones para enmarcar un futuro en el que no haya vencedores ni vencidos; sólo ganadores. Sobre todo ahora, cuando la guerrilla de las FARC y el Gobierno de Colombia han firmado la paz en La Habana. Cuando la muerte del «máximo líder», Fidel Castro, abre nuevas perspectivas para la isla. Lo contrario, enrocarse en posiciones que unos y otros han mantenido como incólumes a lo largo del tiempo es repetir una historia que a nada conduce. Si de algo nos sirvió a los españoles la, por otra parte, tan poco edificante Transición a la democracia, fue para desarrollar una experiencia que nos ha confrontado con nosotros mismos en un momento en que era preciso negociar, transigir y aceptar realidades que nunca habríamos imaginado como tales: entre otras, la de admitir al otro tal como es para incorporarlo a un proyecto común que, con todas las limitaciones y renuncias que se quiera, evitaba el peor de los males: el de repetir viejos episodios donde sólo florecían el rencor y la sangre. Fue una lección dura, pero necesaria para abandonar viejas quimeras que sólo servían para ocultarnos la verdad que vivía dentro de nosotros mismos. No había, pues, que andar muy lejos para encontrar lo que siempre había estado ahí, a la vista de todos, y no queríamos o no podíamos ver.
En este aspecto —pero sólo en él— el camino recorrido hasta llegar a un principio de acuerdo en España —senda que hiciera posible unos mínimos para transitar hacia la democracia— sí podría servir de referente para el futuro del modelo cubano.
Nadie sabe bajo qué sino discurrirá la vida en la isla. Diversas hipótesis se abren ante un porvenir que, cuando menos, cabe calificar de incierto. Sean cuales fueren los pronósticos que hagan ilustres augures mediáticos, sólo cabe esperar que suceda lo mejor para el pueblo cubano. Un pueblo rico en aventura y conocimiento, en sensibilidad, cultura e inventiva, y cuyo impulso o élan vital puede ofrecer generosos frutos susceptibles de ser compartidos por todo el mundo.
Fue siguiendo el rastro de lecturas y conversaciones con diversos escritores cubanos, encuentros con honrados militantes comunistas que sí estaban convencidos de la necesidad de invertir el orden injusto que dirige el flujo de la realidad que nos rodea, que decidí no demorar más un viaje que se hallaba inscrito, probablemente desde el principio, en el curso de mis días.

«Un pueblo rico en aventura y conocimiento, en sensibilidad, cultura e inventiva». (Fotografía tomada por Andrée Santoni en Trinidad, Cuba.)
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Partí, pues, rumbo a La Habana, un día de Abril de 2016 desde el aeropuerto de Barajas . Quería ver con mis propios ojos el fin de un proyecto que, sin duda alguna, merecía una suerte mejor. Eran muchas las versiones y numerosos los comentarios de amigos y conocidos sobre el ambiente que se respiraba en la isla tras las medidas tomadas por la nomenklatura en pos de una «nueva economía». La denominación, obviamente, nos retrotrae a los tiempos en que Lenin, para dinamizar el estado de postración en que se hallaba la economía de Rusia en 1921, no tuvo más remedio que «liberalizar» y dejar en manos privadas determinados sectores (alimentación, tabaco, ciertas industrias) de la economía soviética. En definitiva, la matriz del modelo cubano no es otra que la desarrollada por la revolución de Lenin y Trotski en tiempos tan lejanos como los que vivió Rusia en las postrimerías de la guerra civil. Nada nuevo, pues, en el panorama del sueño tropical que pretendía una sociedad superior en pos del «hombre nuevo».
La única «novedad», nada más pisar suelo cubano, fue la de comprobar cómo cualquier actividad económica privada está en manos de gentes particularmente emprendedoras que, de alguna manera, poseen una conexión con la nomenklatura, bien por vía familiar, directa, o indirectamente a través de compromisos establecidos mediante la estructura y relaciones facilitadas por el Partido. En este terreno, también la «inspiración» rusa resulta decisiva: ninguna actividad importante queda fuera del control ejercido por la burocracia instalada en el seno del aparato del Estado, cuyas ramificaciones llegan hasta el último rincón de la isla. Todo ello da un ambiente muy viciado, pues en el corazón de la sociedad se instalan dos economías, dos almas distintas que, lejos de armonizarse, crean una sociedad dual, como la existente en cualquier economía capitalista: la sociedad que tiene acceso a toda clase de bienes y servicios y la otra, la excluida de los mismos y recluida en un estado precario de carácter permanente.
Alguien, durante mi estancia en la isla, hizo esta reflexión en voz queda y mirando cautelosamente hacia mesas vecinas en el bar donde, confortablemente instalados, degustábamos unos mojitos: «Ahora es cuando la sociedad cubana afronta un peligro real de ruptura interna. Más, incluso, que cuando superamos el dificilísimo «período especial»; pues entonces, a diferencia de hoy, en la gente crecía un sentimiento espontáneo de solidaridad activa. En cambio, en este momento, con qué nos encontramos: nos encontramos con la mala hierba del egoísmo a ultranza, con la envidia proyectada sobre aquel que posee en detrimento del que nada tiene en términos de «propiedad privada»; nos encontramos, en definitiva, con la indiferencia y la mentira promovidas por el curso dual de un discurso que propugna cosas bien distintas bajo la consabida retórica oficial. Resultado: desconfianza, abulia, inercia y fatalismo ante la ausencia de un proyecto redistributivo de la riqueza producida desde un impulso renovador de carácter genuinamente democrático.»
Después de esa noche en La Habana, y tras el encuentro celebrado con uno de los militantes más críticos con el Estado cubano, pero comunista convencido desde hace ya muchos años, di en sospechar lo que poco después, y en el día a día, fui comprobando personalmente en todos y cada uno de los destinos visitados en la isla: el ansia de dinero fresco, la lucha sorda por hacerse un lugar bajo el sol alumbrado por la «nueva economía», y el desprecio generalizado hacia valores sostenidos durante largos decenios por el acervo socialista.

Edificio de carácter colonial en La Habana. (Fotografía de Andrée Santoni)
En cierta ocasión, y ante las puertas de un paladar particularmente concurrido y muy popular en La Habana, y comoquiera que la cola para entrar fuese bastante larga, tuve la humorada de hacer el siguiente comentario ante el cubano que tenía delante de mí: «Veo, por la cola interminable, que el socialismo sigue gozando de buena salud. » Precavido, el paciente ciudadano respondió: «Así será si usted lo dice, caballero. Pero por mi parte lo invito ahora mismo para que haga cola ante cualquier producto de primera necesidad. Así verá lo bien que va el socialismo en Cuba.»
Retuve la lección, y durante el resto de mi viaje a lo largo de la isla se me quitó el dudoso gusto de hacer comentarios provocadores de tamaña índole. Allí la gente no está para templar gaitas; mucho menos para aguantar intempestivas ocurrencias de cualquier turista más o menos avisado.
Sin embargo, y a pesar de esa primera visión tan poco alentadora, pude constatar una corriente subterránea en el curso de la vida cotidiana que sí permite abrigar cierta esperanza; una esperanza razonable.
Entre la gente crece y toma cuerpo la tendencia a pensar que una serie de cambios estructurales, cambios que harán de la vida una experiencia más estimulante, resulta imparable. Ni siquiera el sector más obstinado del régimen cree posible detener el flujo de los acontecimientos que hará factible ese cambio. El mismo está fundamentado en la fuerza creadora de muchos ciudadanos que no se resignan, que hacen de su trabajo, de las pequeñas invenciones o recursos que improvisan en base a su experiencia para mejorar su nivel de vida, el terreno sobre el cual elaboran su deseo de un futuro mejor. Un futuro que ya no será el impuesto por los arquitectos del porvenir, ni por teorías peregrinas que hicieron del «hombre nuevo» la pesadilla del «hombre viejo», ese hombre que no se acepta como mortal, que proyecta su discutible «eternidad» en la figura del héroe inasequible al desaliento. Un héroe que obligaba a los demás a ser como él, a mirarse en su espejo, como si el mismo no fuera sino el único y absoluto referente, sin el cual cualquier tentativa distinta sólo podía conocer el fracaso, cuando no ser declarada como traición para ser reducida al silencio. Un silencio ominoso y culpable, sobre el cual nada ni nadie podía hablar para poner otras palabras que no fueran (o sean) las oficiales, las que todo Poder acepta para reforzar su papel y su función. Una función cosificadora de la realidad, de la vida y de la persona.

«Esos héroes, que siguen pastando en el jardín de la Historia (escrita siempre con mayúscula), no han logrado eclipsar ese otro heroísmo —diario, directo, sencillo— de la gente que trabaja para sobrevivir en medio de la incompetencia y la desigualdad.»
Esos héroes, que siguen pastando en el jardín de la Historia (escrita siempre con mayúscula), no han logrado eclipsar ese otro heroísmo —diario, directo, sencillo— de la gente que trabaja para sobrevivir en medio de la incompetencia y la desigualdad. De esa gente brotará el impulso de una segunda revolución —pacífica y fecunda— que hará que, más allá del trópico de la utopía —en ocasiones delirante entropía— se instale el amor al trabajo, a la obra bien hecha, a una sociedad permeable a la crítica y a formas de democracia tanto más representativa cuanto mayor sea su margen de libertad propulsora.
Es voto que auguro y deseo para un pueblo pletórico de vida y de imaginación desbordante. Para una isla unida al mundo por el istmo del sueño universal de fraternidad compartida en no importa qué país o continente. Sueño que, aun sin pretenderlo, Luis Cernuda describiera durante su residencia en la capital cubana como «proyección del alma de la ciudad» y que no parece sino ansiar toda la tierra, el sol y el mar.[3]
José Enrique Martínez Lapuente / ©Todos los derechos reservados
Abril, 2017
NOTAS

Jordi Dauder, militante trotskista.
[1] Mucho antes de ser conocido como uno de los mejores actores de la escena española, Jordi Dauder había sido un militante trotskista particularmente activo. Durante su exilio en París conoció a Carlos Semprún-Maura, quien, entre otros, fue uno de los fundadores de Acción Comunista. De acuerdo con el relato de Jordi —el cual me fue transmitido verbalmente por él mismo durante su paso por la librería Leviatán, de Barcelona—, ambos protagonistas de esta anécdota realizaron un curso de entrenamiento, durante los primeros años sesenta, para tratar de desarrollar un «foco» guerrillero en las abruptas montañas de esa cordillera. Siguiendo en este punto las enseñanzas de la experiencia cubana, un «foco» de gente dispuesta a empuñar las armas, decidida y exaltada, podía acelerar las condiciones objetivas y subjetivas de la revolución en España. Tamaño despropósito, que hacía caso omiso de la dura pelea sostenida por la guerrilla antifranquista durante largos años en suelo hispano, ignoraba por completo las dolorosas lecciones que el Partido Comunista de España (PCE), entre otras formaciones políticas, había extraído de semejante iniciativa. Verdadera, o simplemente fantástica, la anécdota referida por Jordi Dauder es representativa del profundo malestar que vivía la juventud española de esos años, angustiada y sin salida. No fueron extraños los intentos de grupúsculos y escisiones, procedentes todos ellos del viejo PCE, que trataron de plantear en el monte aquello que no podían concebir en sus maltrechas cabezas: la española era una situación bien distinta, que nada tenía que ver con Cuba, Argelia, Bolivia o Angola. Requería paciencia, inteligencia y tacto. Fueron las grandes movilizaciones de masas, y no el terrorismo de minorías desesperadas, las que fueron despejando el largo camino hasta la democracia. Una «democracia» harto limitada e imperfecta, por supuesto. Pero que no justificaba la deriva, cada vez más extrema, de organizaciones como FRAP, GRAPO, o, peor aún, la ciega violencia de ETA. Todas ellas, históricamente, se han estrellado contra el muro de una realidad que nunca han comprendido o analizado adecuadamente.
[2] Un conocido y respetado escritor cubano, ferviente partidario de la revolución, en el transcurso de una cena celebrada en Barcelona mediados ya los años noventa, afirmó, ante colegas entre los cuales me cuento, que no todas las dificultades que sufría la isla eran producto de la criminal política de bloqueo por parte del Imperio. No pocos errores, y aun graves tropiezos, eran debidos a una gestión tosca y equivocada en su concepción, cuando no abiertamente negligente en todas y cada una de sus principales aplicaciones. No revelaré el nombre de dicho escritor, ya que los tentáculos de la burocracia castrista podrían atraparlo entre un sinfín de amarguras y sinsabores. Baste citar este caso, entre otros muchos, para señalar que, aun los más decididos seguidores del «proceso revolucionario», ya estaban más que hartos de ineptitudes y torpezas que mal podían ocultar una profunda sensación de desengaño.

Placa conmemorativa del paso de Luis Cernuda por la ciudad de La Habana. (Fotografía de Andrée Santoni)
[3]El encuentro, no por casual, resulta menos significativo. Durante mis largos paseos por la ciudad de La Habana, a la altura del número 160 de la calle 25, hallé este texto del entrañable poeta sevillano en una placa, ya herrumbrosa, consagrada a su memoria: «La Habana es su cielo y éste no parece parte del cielo común a toda la tierra sino proyección del alma de la ciudad.» Al parecer, en su largo éxodo, Luis Cernuda vivió en esa dirección durante los años 1951-1952.
Me ha gustado mucho tu blog. Es muy sugerente y aleccionador.
Un abrazo de,
Amelia Romero